Asalto al Consulado danés en Beirut (Líbano) tras la publicación de las caricaturas sobre el profeta Mahoma, en 2006. / EFE
La globalización, las nuevas tecnologías y la
inmigración invitan a legislar sobre lo que se puede decir para evitar
conflictos. Pero eso puede conducir a una espiral sin control
ELPAIS
El filósofo de origen austriaco Karl Popper pronunció esa
famosa frase que dice que la lucha por la libertad es como una guerra que nunca
se gana del todo. Las generaciones y los países pueden vencer o perder una
batalla, pero la guerra sigue. La libertad de expresión no es un regalo que nos
cae del cielo. Para que prospere, necesita que la alimentemos y la protejamos.
De lo contrario, puede desaparecer. Aunque nadie —Vladímir Putin y Xi Jiping
incluidos— se declara en contra de ella, nunca ha estado tan regulada como en
la actualidad. La gente dice que está a su favor, pero, a renglón seguido,
enumera toda una lista de salvedades que, en realidad, implican que no desea la
expresión libre en ningún sentido significativo. En suma: la libertad de
expresión pasa por un mal momento.
El debate sobre sus límites se produce en un
nuevo entorno definido por las fuerzas de la globalización. Dos factores
impulsan el proceso. Uno es la tecnología digital, que supone que lo que se
publica en determinado lugar en realidad se está publicando en todas partes al
mismo tiempo. Las
viñetas publicadas en un periódico de Dinamarcaen un idioma que muy poca
gente comprende son accesibles en cualquier lugar del mundo. Y no solo eso;
hasta es posible que en Pakistán, Afganistán o Arabia Saudí haya personas que
reaccionen a ellas y planteen exigencias políticas con respecto a la ley que
regula los límites de la libertad de expresión en un país lejano.
Los avances tecnológicos han hecho que
acontecimientos ocurridos en las zonas más remotas del planeta ya no sean
percibidos como distantes. Toda noción de contexto se desvanece. Lo que aparece
en Internet está en todas partes. En el caso del humor, y de la sátira en
particular, esta pérdida de contexto abre la puerta a infinidad de posibles
malentendidos y motivos de ofensa. Esa fue una de las razones por las que,
durante la crisis de las viñetas de Mahoma de 2006, tras su publicación en el
periódico danés Jyllands-Posten, los
manifestantes del mundo musulmán y la Organización de la Cooperación Islámica
(OCI) estuviesen convencidos, debido a rumores infundados, de que Dinamarca
discriminaba a su población musulmana. Exigían que este y otros países
penalizasen la sátira y las críticas dirigidas contra el islam y el profeta
Mahoma, cuando la pura verdad es que, en Dinamarca, los musulmanes gozan de más
derechos que en el mundo islámico.
En el caso del humor y
de la sátira, la pérdida de contexto abre la puerta a infinidad de posibles
malentendidos y motivos de ofensa
El otro factor que contribuye al debate sobre la
libertad de expresión en el mundo actual es la inmigración, el hecho de que
nunca antes en la historia de la humanidad un número de personas tan elevado
haya cruzado tantas fronteras en tan poco tiempo. En 1970 se calculaba que en
el mundo había 70 millones de emigrantes. Hoy la cifra es de más de 200
millones, y va en aumento. Esto quiere decir que la gran mayoría de las
sociedades europeas y de otras partes del planeta son cada vez más diversas en
lo que se refiere a cultura, etnia y religión. Por primera vez en la historia,
la mayor parte de la población mundial vive en zonas urbanas. Convivimos cada
vez más con personas diferentes de nosotros. El riesgo de molestar o de decir
algo que exceda los límites de alguien no deja de aumentar. La actual crisis de los refugiados ha
reforzado el debate de la pasada década sobre inmigración, integración, los
límites de la libertad de expresión en una democracia multicultural y el islam.
Frente a esta nueva realidad, el desafío de
Europa es cómo hacer frente a una diversidad creciente, sin renunciar a
libertades fundamentales como la libertad de expresión.
Si estamos comprometidos con la igualdad,
podemos distinguir dos maneras fundamentales de abordar este reto de
proporciones históricas. Una es decir que si el otro acepta mi tabú, yo acepto
el suyo. Si el otro se abstiene de criticar y ridiculizar lo que es sagrado
para mí, y de mofarse de ello, entonces yo haré lo mismo con los temas que sean
delicados para él. Si un grupo quiere protección frente a los insultos,
entonces todos los grupos deberían estar protegidos. Si negar
el Holocausto, los crímenes del comunismo o el genocidio armenio es un
delito, como ocurre en muchos países europeos, las viñetas que representan al
profeta Mahoma también se deberían prohibir. Y si eso es así, también
tendríamos que prohibir las sátiras dirigidas contra Jesús, Moisés y otros
profetas e iconos religiosos. Si queremos ser conscientes y serios en lo
relativo a la igualdad, nadie debería tener tampoco el derecho a ridiculizar y
burlarse de dioses laicos como Karl Marx o Adam Smith.
No me malinterpreten. Yo creo que hay una
diferencia fundamental entre negar el asesinato masivo de los judíos europeos y
reírse de un símbolo religioso, pero es una diferencia moral, y no debería ser
legal. Esta opción —si tú respetas mi tabú yo respetaré el tuyo— suena bonita y
atractiva a primera vista, pero puede entrar fácilmente en una espiral sin
control: antes de que nos demos cuenta, apenas se podrá decir nada, lo cual
llevará a una tiranía del silencio. Este es el caso en particular de la actual
cultura del fundamentalismo del agravio.
La segunda opción es decir que en una democracia
no existe el derecho a no ser ofendido. El desafío reside en formular las
restricciones mínimas a la libertad de expresión que nos permitan coexistir en
paz. Una sociedad que abarque muchas culturas diferentes necesita más libertad
de expresión que una que sea significativamente más homogénea. En mi opinión,
la premisa es lógica y obvia. Sin embargo, el punto de vista opuesto cuenta con
un amplio apoyo en Europa. Para evitar choques, cuanto mayor sea la diversidad
de valores, religiones, ideologías y convicciones, menos libertad tiene que
haber. Este planteamiento conducirá inevitablemente a que se exijan nuevas
limitaciones a la expresión, sobre todo en la situación actual.
Una sociedad que abarque
muchas culturas diferentes necesita más libertad de expresión que una que sea
más homogénea
La comisaria
europea de Justicia, Vera Jourova, de la República Checa, confirmaba
recientemente esta inquietante tendencia. En respuesta a las duras denuncias
verbales de muchos europeos sobre la afluencia de inmigrantes y refugiados,
declaraba: "Si la libertad de expresión es una de las piedras angulares de
una sociedad democrática, la incitación al odio es una flagrante violación de
esa libertad. Se debe castigar severamente". Y para equilibrar las cuentas
tras el estallido de ataques antisemitas y de violencia en Europa, instó a
poner en práctica la decisión de combatir la xenofobia y el racismo tomada por
la Unión Europea en 2008: "Me parece vergonzoso que la negación del
Holocausto solo sea un delito en 13 de los Estados miembros". Este
llamamiento a fijar nuevos límites a la libertad de expresión resulta
problemático por diversos aspectos. En primer lugar, en una sociedad
multicultural en la que la gente se identifica con diferentes valores y
sistemas de creencias, la incitación al odio para unos será poesía para otros.
Lo que es sagrado para un grupo será blasfemia para otro.
En segundo lugar, no hay una definición común y
unificada del odio. Es un concepto resbaladizo que se puede utilizar con
facilidad para criminalizar puntos de vista que no gustan a la mayoría. En
tercer lugar, no parece que Jourova haga ninguna distinción entre incitación al
odio, incitación a la violencia y violencia real. Así es como actúa una
dictadura: criminaliza las palabras como si fuesen hechos y no distingue entre
ellas. Por eso, en los países donde no hay libertad se encarcela a los
disidentes por alterar la paz pública, o incitar a derribar el orden político.
Las palabras son hechos, y, por tanto, se puede procesar a la gente por lo que
dice, no por lo que hace.
En cuarto lugar, históricamente, la libertad de
expresión ha sido un arma de los movimientos sociales para promover el cambio.
Pensemos en el movimiento por los derechos de los trabajadores, en el de la
liberación de la mujer, en el de los derechos de los homosexuales, en el de los
derechos civiles, y así sucesivamente. A lo largo de la historia, los poderes
han intentado utilizar la ley para silenciar esas voces acusándolas de
incitación al odio. Por eso, se debería ser muy cauteloso con el uso de la ley
para limitar la libertad de expresión en un supuesto esfuerzo por proteger a
las minorías. Las leyes que imponen nuevas restricciones a la posibilidad de
expresarse pueden volverse muy fácilmente contra las mismas minorías a las que
pretendían defender. Por ejemplo, el Partido de la Libertad deGeert Wilders, en Holanda, quiere
utilizar la actual legislación contra la incitación al odio para prohibir el
Corán.
El lema de la Unión Europea es "Unida en la
diversidad". Lamentablemente, no parece que ese sea el caso cuando se
trata de la diversidad de opiniones. Creo que la única restricción clave a la
libertad de expresión que necesitamos es la relativa a la incitación a la
violencia. Aparte de eso, la gente debería ser libre de expresar lo que piensa.
No será fácil, y exigirá un cambio en la cultura
del agravio y el fundamentalismo del insulto, hoy tan extendidos. Requerirá que
se entienda el hecho de que en una democracia disfrutamos de muchos derechos:
el derecho al voto, el derecho a la libertad religiosa y de expresión, el
derecho de reunión o la libertad de movimiento, entre otros. Pero el único
derecho que no deberíamos tener en una democracia es el derecho a no ser
ofendidos. Así que, en vez de enviar a la gente a que aprenda a tener
sensibilidad cuando dice algo ofensivo, todos necesitamos aprender
insensibilidad. Necesitamos más tolerancia a la crítica si queremos que la
libertad de expresión sobreviva en un mundo globalizado.
jefe
de la sección Internacional del diario danés Flemming Rose, Jyllands-Posten,
es autor de The Tyranny of Silence. How a Cartoon Ignited a Global Debate
on the Future of Free Speech [La tiranía del silencio. Cómo una viñeta
desencadenó un debate mundial sobre el futuro de la libertad de expresión],
(2014). Su nuevo libro, Hymn to Freedom [Himno a la libertad] se
acaba de publicar en danés.
Las Pussy Riots, en el concierto ilegal en una
iglesia moscovita. /
LIBROS PROHIBIDOS. Los versos satánicos, de
Salman Rushdie, convirtieron al escritor en el objetivo de una fatua del
ayatolá Jomeini, que pedía su cabeza en 1989. El libro está considerado un
insulto al islam por reflexionar sobre unos versículos que desaparecieron del
Corán porque, según la propia tradición mahometana, fueron inspirados por
satanás al profeta para confundirlo. Está prohibido en al menos 11 países
(Pakistán, Arabia Saudí, Egipto, Somalia, Sudán, Bangladesh, Malasia, Qatar,
Indonesia, Sudáfrica e India). El primer libro de Oriana Fallaci contra el
islam, La rabia y el orgullo (2001), está prohibido en Suecia por
xenófobo. Fue procesada y absuelta en Francia y condenada en ausencia en Suiza.
La publicación de Mein Kampf (1924), de Hitler, ha estado prohibida
en Alemania desde la II Guerra Mundial. El Estado de Baviera, propietario de
sus derechos hasta fin de año, ha permitido a un instituto de historia de
Múnich preparar una edición crítica del libro que ha generado polémica,
VIÑETAS DE MAHOMA. En septiembre de 2005,
decenas de miles de musulmanes se echaron a las calles de todo el mundo para
protestar por la publicación en el diario danés Jyllands-Posten de
una serie de dibujos de Mahoma, entre ellos una caricatura del profeta con una
bomba disimulada en el turbante. Las protestas devinieron en asaltos a
embajadas danesas en diversos lugares del planeta. Poco después, la indignación
aumentó cuando el semanario satírico francés Charlie Hebdo republicó las
caricaturas. Hacerlo le costó el puesto al director de Libération. En enero de
2015, dos encapuchados entraron en su sede parisina y asesinaron a 12 personas.
CONTRA PUTIN Y LA IGLESIA. Las integrantes
el grupo punk Pussy Riots fueron condenadas en 2012 tras criticar a Vladímir
Putin y cantar en una iglesia ortodoxa letras consideradas ofensivas. Jugando
con las palabras jram (iglesia) y sram (mierda), afirmaban
que la iglesia de Cristo Salvador era en realidad “la mierda de Cristo
Salvador”.
QUEMAR SÍMBOLOS. La quema de un ejemplar
del Corán por un pastor de Florida en 2011 causó indignación en el mundo
musulmán. Una treintena de personas murieron en varios actos violentos
asociados a protestas en Afganistán días después. En EE UU quemar la bandera no
es ilegal, porque prevalece el derecho a expresarse consagrado en la Primera
Enmienda de la Constitución. En España, Alemania y Francia, por ejemplo, no se
puede quemar la bandera nacional. En Alemania los símbolos nazis están
prohibidos.
SIN CENSURAS. El espíritu de esa Primera
Enmienda ha dado lugar a decisiones que en Europa serían difíciles de
encontrar. Por ejemplo, el Supremo consideró ilegal penalizar la quema de
cruces con espíritu racista por parte del Ku Klux Klan. También se declaró
incompatible con la libertad de expresión prohibir la exhibición de la
película El milagro,de Roberto Rossellini, que el Estado de Nueva York
consideraba sacrílega porque contaba cómo una mujer se encontraba con San José,
que la emborrachada y dejaba embarazada. En 1978 se permitió una manifestación
nazi en Chicago.
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