La comunidad internacional tiene la obligación
de actuar para acabar con el régimen de Kim Jong-un, que se ha convertido en un
riesgo para el resto del planeta
Hace unos 10 años comencé a leer un libro
apasionante, pero abandoné su lectura a las pocas páginas porque era, al mismo
tiempo, terrorífico. Lo había escrito un grupo de científicos que, luego de
establecer, hasta donde era posible, el número de armamentos nucleares que
pueblan el planeta —se debe haber incrementado en el tiempo transcurrido—,
explicaba las consecuencias que podría tener para el mundo el que, por un acto
de locura ideológica o un mero accidente, esos artefactos de destrucción masiva
comenzaran a estallar.
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lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2016.
© Mario Vargas Llosa, 2016
© Mario Vargas Llosa, 2016
Las cifras eran escalofriantes tanto en número
de muertos y heridos como en contaminación del aire, las aguas, la fauna y la
flora, al extremo de que, a la corta o a la larga, podía desprenderse de este
proceso la extinción de toda forma de vida en el astro que habitamos.
Si esto es cierto, y supongo que lo es, ¿no
resulta incomprensible que un asunto tan trascendente —la preservación de la
vida— apenas llame la atención del público muy de tanto en tanto, por ejemplo
esta semana, cuando Kim Jong-un, el patológico sátrapa de Corea del Norte,
anunció que, celebrada por toda la población norcoreana, acaba de hacer
estallar su primera bomba de hidrógeno? Los técnicos de Estados Unidos y Europa
se han apresurado a decir que este anuncio es exagerado, que la última
dictadura estalinista del planeta apenas ha conseguido fabricar hasta el
momento una bomba nuclear. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la
Unión Europea y distintos Gobiernos —entre ellos, el de China— han condenado el
experimento (cierto o falso) anunciado por Kim Jong-un. ¿Habrá nuevas sanciones
de castigo al régimen norcoreano? En teoría, sí, pero en términos prácticos,
ninguna, porque ese país vive en un aislamiento total, como dentro de una
probeta, y sobrevive gracias al puño de hierro que aherroja a sus infelices
ciudadanos-esclavos, al contrabando y a la demagogia delirante.
Oficialmente, hay seis países en el mundo que
poseen armas nucleares —Estados Unidos, Rusia, China, India, Pakistán y Corea
del Norte— y solo dos de ellos, Estados Unidos y Rusia, han experimentado bombas
de hidrógeno, que tienen una capacidad destructiva siete u ocho veces mayor que
las bombas que aniquilaron Hiroshima y Nagasaki. Sólo una décima parte del
arsenal nuclear ya acumulado sería suficiente para acabar con todas las
ciudades del globo y desaparecer a la especie humana. Debemos estar todos muy
locos en este mundo para haber llegado a una situación semejante sin que nadie
haga nada y sigamos contemplando, a nuestro alrededor, cómo los arsenales
nucleares siguen allí, acaso aumentando, a la espera de que, en cualquier
momento, algún fanático con poder encienda la chispa que provoque la gigantesca
explosión que nos extermine.
Ya sé que hay organizaciones pacifistas que
tratan —sin mucho éxito, por lo demás— de movilizar a la opinión pública contra
este armamentismo suicida, y Gobiernos e instituciones que, de manera ritual,
protestan cada vez que un nuevo país, como Irán hasta hace poco, intenta acceder
al club exclusivo de potencias atómicas. Pero lo cierto es que, hasta ahora, el
desarme ha sido una mera retórica sin consecuencias prácticas y que, empezando
por los de Estados Unidos y Rusia, los planes de desarme no avanzan. Los
depósitos de armas de destrucción masiva continúan allí, como anuncio
permanente de un cataclismo que acabaría con la historia humana.
¿Hay que resignarse, esperando que esta
situación se prolongue, o es posible hacer algo? Sí, es posible, y hay que
comenzar por hacer exactamente lo contrario de lo que hice yo hace 10 años con
aquel libro aterrador. Hay que enterarse del horror que nos rodea y, en vez de
jugar al avestruz, encararlo, difundirlo, alarmar a cada vez más gente con la
siniestra realidad a fin de que las campañas pacifistas dejen de ser obra de
minorías excéntricas y cobren una magnitud que movilice por fin a los Gobiernos
y haga funcionar de manera efectiva a los organismos internacionales. Nada de
esto es utópico; cuando hay una voluntad política resuelta, es posible sentar a
una mesa de diálogo a los adversarios más encarnizados, como ha ocurrido con
Irán, que ha consentido detener su programa atómico a cambio del levantamiento
de las sanciones que tenían paralizada a su economía.
¿Y si la negociación es imposible? En raros
casos esto puede ser cierto y, sin duda, uno de estos casos podría ser el
régimen de Pyongyang. La satrapía de los Kim no sólo ha condenado al pueblo
norcoreano a vivir en la miseria, la mentira y el miedo. Con su búsqueda
frenética del arma nuclear que, cree, le garantizará la supervivencia, pone en
peligro a sus vecinos de la península y a todo el Asia. La comunidad
internacional tiene la obligación de actuar, poniendo en acción todos los
medios a su alcance para acabar con un régimen que se ha convertido en un
riesgo para el resto del planeta. Hasta China, que fue uno de los escasos
valedores de la dictadura norcoreana, parece haber comprendido el peligro que representan
para su propia supervivencia las iniciativas demenciales de Kim Jong-un. Y la
forma de actuar más eficaz es cortar de raíz la posibilidad de que el régimen
de Pyongyang continúe con unos experimentos nucleares que constituyen, en lo
inmediato, una gravísima amenaza para Corea del Sur, China y Japón. La
comunidad internacional puede dar un ultimátum al régimen norcoreano, a través
de las Naciones Unidas, dándole un plazo preciso para que desmantele sus
instalaciones atómicas so pena de proceder a destruirlas. Y cumplir con la
amenaza en caso de no ser escuchada. No creo que haya un caso más evidente en
el que un mal menor se imponga por sobre el riesgo de que Pyongyang provoque
una catástrofe con cientos de miles de víctimas en el Asia y, tal vez, en el
mundo entero.
En uno de esos lúcidos ensayos con los que se
enfrentó al mesianismo ideológico al que sucumbieron tantos intelectuales de su
tiempo, George Orwell se preguntaba si el progreso científico debía ser
celebrado o temido. Porque esos extraordinarios avances en el conocimiento, al
mismo tiempo que han creado mejores condiciones de vida —en la alimentación, la
salud, la coexistencia, los derechos humanos—, han desarrollado también una
industria de la destrucción capaz de producir matanzas que ni la imaginación
más enfermiza de antaño podía anticipar. En nuestros días, el avance de la
ciencia y la tecnología ha sembrado el planeta de unos artefactos mortíferos
que, en el mejor de los casos, podrían devolvernos al tiempo de las cavernas,
y, en el peor, retroceder este planeta sin luz a aquel pasado remotísimo en que
la vida no existía aún y estaba por brotar, no se sabe todavía si para bien o
para mal. No tengo respuesta para esta pregunta. Pero lo que haré de inmediato
será buscar aquel libro que dejé sin terminar y leerlo esta vez hasta la última
línea.
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