La guardia de palacio impide el acceso de EL PAÍS a la
residencia de las princesas saudíes que han denunciado ser prisioneras de su
padre, el rey Abdalá
He
llegado hasta las puertas del palacio real en Yeddah. La princesa Sahar, una de
las cuatro hijas del rey Abdalá de Arabia Saudí que han
denunciado estar detenidas en una destartalada villa del complejo palaciego,
me había invitado a conocer sus condiciones de vida. Sea cual sea el motivo de
su encierro, está claro que las mujeres no tienen libertad para recibir visitas
y su caso resulta tóxico para las autoridades. Tras la confusión inicial que
causa mi presencia en la garita de guardia y varias llamadas telefónicas, un
oficial de la Dirección General de Seguridad, la policía secreta, me conmina a
desistir del intento. “Usted se va, le devolvemos el pasaporte y como si no
hubiera pasado nada”, sugiere en inglés una voz al otro lado del móvil, tras
haberme sometido a un detallado interrogatorio. Ante mi insistencia, se
identifica como “el responsable de toda la seguridad”. “¿Me está diciendo que
no puedo ver a la princesa?”, me atrevo a inquirir. Mi interlocutor sigue como
que no me hubiera oído, pero el tono de su voz resulta imperativo. Cuando uno
de los guardias me entrega el pasaporte, después de haber fotocopiado todas sus
páginas, entiendo que debo irme.
¿Qué
más puedo hacer? Estoy en una habitación con tres policías de uniforme y uno de
paisano. Los muros que rodean el complejo palaciego en Al Murjan, un lujoso
barrio del norte de Yeddah, tienen varios metros de altura. Y el portón que da
acceso al enorme recinto está vigilado por dos tanquetas y miembros de la
Guardia Nacional. “¿Se convence ahora de que estamos encarceladas bajo
circunstancias brutales?”, me pregunta más tarde Sahar. Dada la falta de
resultados tangibles después de que su
madre denunciara el encierro que sufren, teme que el mundo no les haya
creído. “Si hemos cometido algún crimen, que nos lleven ante un tribunal y nos
juzguen”, vuelve a repetirme. Su voz contenida transmite autocontrol. Son 13
años de encierro, 13 años de desesperación.
Durante
una semana de llamadas telefónicas y mensajes a través de internet, la princesa
me ha confirmado la
historia que revelara la prensa británica, y ha aceptado con paciencia mis
preguntas y repreguntas, tratando de atar los cabos de un asunto que cualquiera
que no conozca Arabia Saudí encontrará increíble. Desde 2001, su padre las
tiene encerradas. Sahar, de 42 años, y Jawaher, de 38, comparten, con dos
perros y un gato, una enorme villa que ellas mismas tienen que limpiar. Otras
dos hermanas, Maha, de 41, y Hala, de 39, están aisladas en alguna otra parte
del recinto, y tanto ellas como su madre temen por su salud. “Nos están matando
poco a poco, quieren que nos suicidemos; por eso se fue mi madre, para buscar
ayuda y protegernos”, asegura Sahar.
Que
un padre o un marido encierren a sus hijas o esposas no es inusual en Arabia
Saudí, pero sorprende que eso ocurra en el seno de la familia real. Sus
miembros tienen los medios para saltarse las anacrónicas normas sociales que
imponen los más retrógrados, y son por lo general bastante cosmopolitas. “Sí,
es la situación de muchas mujeres saudíes”, admite la princesa. “El sistema de
tutela es un sistema de esclavitud en pleno siglo XXI. Bajo la ley saudí, el
padre, el marido o el hermano tienen todo el poder de decisión sobre nosotras;
el islam sin embargo nos reconoce nuestros derechos”, defiende.
Sahar
insiste en que no se trata solo de ellas; sino de la situación de los derechos
humanos en su país del que su caso es un ejemplo. También subraya que ha
denunciado esas injusticias en su
cuenta de Twitter. Llama la atención que en sus circunstancias siga
teniendo acceso a una línea telefónica y a Internet. Pero esto es Arabia Saudí,
donde hay un festival de cine a pesar de que las salas de proyección están
prohibidas; o acaba de celebrarse la semana artística de Yeddah, pero no
existen escuelas de bellas artes. “Todo es muy ambiguo”, reconoce la propia
Sahar. Tanto a ella como a Jawaher, les permiten salir de vez en cuando a
comprar provisiones. Eso sí, bajo estricta vigilancia.
Dice
desconocer qué ha motivado su privación de libertad. No obstante, atribuye la
medida a que su hermana menor, Hala, que se graduó como psicóloga en la
Universidad Rey Saud de Riad, descubrió mientras hacía prácticas en el Hospital
Militar que “ingresaban a presos políticos en el área de psiquiatría, donde les
administraban alucinógenos”.
“Quiso
denunciarlo a su superior, pero le respondió que no era asunto suyo. Le dijeron
que se callara o tendría que afrontar las consecuencias”, manifiesta Sahar.
Según su relato, Hala pagó por ello. “De repente, cambió. Se encontraba
enferma; descubrimos que le ponían drogas en la comida. Trataron de destruir su
reputación con que la habían encontrado en medio del desierto, inconsciente
junto a su coche, en un país que las mujeres no pueden conducir y la enviaron a
la cárcel”.
Al
parecer la joven princesa fue acusada de ser una drogadicta, algo que su
hermana rechaza de plano. “Incluso si fuéramos unas drogadictas o unas
desequilibradas, ¿por qué no nos dan tratamiento real como ha sido el caso de
otros hijos a los que han llevado a las mejores clínicas de Europa y América?”,
pregunta. “¿Por qué este castigo colectivo?”
El
Palacio Real guarda silencio. En Occidente, quien calla otorga, pero en Arabia
resulta impensable la mínima alusión a algo tan privado. Lo que no se menciona,
no existe. Ni siquiera Sahar y Jawaher han sentido reacción alguna en su
encierro tras la publicación de su caso. “Nos ignoran”, concluye.
Imagem:
Las princesas Sahar, Maha y Hala, visitando a su padre en una estancia en
Marruecos. / FACEBOOK
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